LAS FERIAS Y
FIESTAS
Las ferias y fiestas Primera parte
Para muchos en el pueblo, en especial para los señores y los
comerciantes, estos días se convertían en uno de los ejes primordiales de su
existencia. La celebración de estas festividades se realizaba (creo que todavía
se realizan en las mismas fechas) en la última semana de octubre, mejor dicho,
las hacían coincidir con el último sábado y domingo, pero empezaban desde la
noche del miércoles y se inauguraban en la madrugada del jueves con el
estruendo de voladores y la música de una banda musical contratada para la
ocasión, siempre eran bandas de otros pueblos y la Junta de Ferias trataba de
contratar para la ocasión la de más renombre por esas fechas. Recuerdo la banda
de Vianí, la de Villeta, algunas del Tolima y de otras regiones apartadas,
hasta de la Costa Atlántica llegaron. Dichas bandas eran un conjunto de
instrumentos ruidosos y desafinados que recorrían las calles en medio de los
gritos de los borrachines, el tronar de los voladores, vivas a las ferias y
fiestas de Chipaque y las risas de los madrugadores. El bobo del pueblo
encabezaba la procesión (o alguno de estos pobres seres que en épocas pasadas
eran parte del folclor de los pueblos) y por todas partes “El Tayón” con su
dulzaina tratando de llevar el mismo ritmo de los músicos.
En esta madrugada los señores importantes cabalgaban en su mejor
caballo, rodeados de los peones de sus fincas, por esos años las damas eran de
la casa y ninguna participaba de estas cabalgatas; si alguna era aficionada a
echarse sus traguitos lo hacía en la soledad de su casa o donde alguna amiga. A
las cuatro de la madrugada el retumbar de cascos y el estallido de la pólvora
marcaba el comienzo de los cuatro o cinco días de jolgorio. Pero en ese amanecer
el trago recalentaba los cuerpos ateridos por el frío y algunos caballeros
disparaban sus armas al aire para mostrar su felicidad. El desfile recorría
todas las calles (no muchas) para que no quedara un solo habitante en el país
de los sueños y luego, en la plaza central, se realizaba un acto con discursos
del señor alcalde y el presidente de la Junta de ferias para declarar
legalmente abiertas las celebraciones.
La plaza central era el escenario mayor de estas fiestas, allí
se construía un cerco de madera alrededor de todo el marco de dicha plaza con
postes separados unos tres metros uno de otro, con varas horizontales
escalonadas donde se instalaban los espectadores (años más tarde se armaba una
plaza con mayores comodidades en el antiguo Potrero de Bavaria) y corrían el
riesgo de que las amarras se rompieran y la vara cayera sobre la humanidad de
quienes estaban asomando su cabeza, cosa que ocurría con frecuencia. En la
parte de arriba de la plaza se construía una plataforma que servía de palco de
honor para las autoridades municipales, familias importantes (me reservo los
nombres), las candidatas al reinado y la banda de música. Algunos niños no
podíamos explicarnos el por qué los
muchachos de cierta edad, mayores de nosotros, se ubicaban debajo del palco,
donde poco o nada se veía de la corrida y los payasos; cuando crecí supe el
secreto, el espectáculo estaba sobre la plataforma; las damas en falda se
levantaban cuando las emociones lo ameritaban y los bandidos de abajo se
deleitaban mirándoles las piernas y los calzones por las rendijas del
entablado.
Una de las características de este festival pagano era que se
realizaba al frente de la iglesia y el cura de turno (Aquilino Peña o Isaac
Montaño) montaba en ira santa pero no podía hacer nada, se dio el caso de que
los animales sin dueño penetraban en el templo a la hora de la misa y los
feligreses desatendían el rito para espantarlas y se formaba un tropel de todos
los infiernos. Desde mi puesto de acólito en el altar me tapaba la boca para
que no se notara que estaba toteado de la risa. El curita mandaba cerrar las
puertas pero ya los fieles se habían desentendido de la ceremonia y comentaban
entre risas disimuladas el suceso. El asunto se complicaba cuando alguna vaca
se cagaba y ahí sí que el padre tronaba maldiciones contra los ganaderos de
otros pueblos. Yo pensaba y me preguntaba ¿Es que las vacas de Chipaque no
cagan ni mean?, claro que esos pensamientos paganos me los guardaba para no
soportar una bofetada del cura Peña.
En mis recuerdos infantiles quedó impregnado el olor de
estas fiestas; una mezcla
extraña que me atraía y repelía al tiempo, las señoras de la sociedad olían
bien, salían perfumadas y vestidas con elegancia; sus maridos usaban una loción
que no se aplicaban el resto del año, la iglesia olía todo el tiempo a incienso
que el sacerdote mandaba quemar para contrarrestar los olores de la plaza y en
las casa se quemaban yerbas con el mismo motivo, los niños salíamos bañaditos y
bien vestidos a dar una vuelta y, algunas veces a una de las casas del marco de
la plaza para observar las corridas (La de Rosario Angel, Las Baquero, la torre
de la iglesia, una casa vieja que luego se demolió y dio paso a lo que ahora se
denomina Palacio Municipal y hasta las ventanas de la casa cural servían de palco.
Los otros olores no eran agradables, todas las calles hedían a mierda de animal
y de cristiano, a orines de los mismos y el olor más repugnante que recuerdo:
el de los vómitos de los borrachos.
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